25/11/10

Tantra

Tantra sólo se tenía a ella misma. Su paseo diario se reducía a tres paredes gruesas y una reja. Si daba algunos pasos, se encontraba con una pared. Dando la vuelta, si estaba en un buen día, podía distraerse un poco más. Si hacía un ocho, simulando una cinta de moebius falsa, podía incluso perderse en cavilaciones. Si se ayudaba cerrando los ojos llegaba a imaginar que no estaba allí, que todo era un malentendido. Si cerraba los ojos podía inventarse el camino a un verde frondoso, al peligro depredador, a la sangre caliente de la víctima.
Se pueden cerrar los ojos pero no los oídos. Y aunque Tantra cerrara los ojos una y mil veces no podía cerrar las fosas nasales. Seguía respirando el olor de las galletas humanas y los pochoclos azucarados. Incluso podía respirar el olor nauseabundo de las bolsitas plásticas donde guardaban esa comida espantosamente fría que le servían. Aunque de eso mucho no se iba a quejar. Tantra nunca pasaba hambre. El hambre era algo que ya no recordaba. Tampoco podía distinguir ya el peligro. Allí, entre paredes se sentía guarecida de cualquier daño.
Una tarde Tantra se dio cuenta de algo. Si se tenía a ella misma, si aún poseía un bello cuerpo de osa nadie podría impedirle hacer lo que quisiera con él. Su cuerpo no tenía barrotes. No aún. La rutina del encierro la estaba dejando inutilizada.
Se olfateó bien. Sabía que no estaba enferma. Un poco más gorda, eso sí. Con cuatro pasos aquí y allá no se puede esperar mucho. Se tomó con una garra de su pata izquierda y la estiró. Sintió el efecto de una corriente eléctrica inundando su parte trasera. Maravilloso. El efecto llegaba hasta la zona inguinal. Dejó caer la pata y con la otra garra tomó la derecha. El placer la inundó por completo. Esto es, pensó Tantra, lo que haré todos los días. Si no pueden poner barrotes en mi cuerpo tampoco lo harán con mi alma.
Un día, un fotógrafo de esos que abundan en los zoológicos, la fotografió haciendo su rutina de ejercicios. La foto recorrió el mundo. La osa yogui, la llamaron.


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