12/10/10

La idiota (Historia Lausíaca)

El olor de su transpiración nos perturba. Ninguna de nosotras huele así. La pulcritud ante todo. El hábito de color negro, la capucha cubriendo la cabeza. En ella todo segrega putrefacción, desperdicio. ¿Amarla? Imposible. Ni siquiera se afeita el cabello y lleva ese horrible pañuelo mugroso atado en una frente amplia y surcada de arrugas finitas como hilos de agua. Cuando la obligan a afeitarse el sonido de la navaja sobre su cráneo frío me produce escozor. Chilla como si la estuvieran degollando. De sólo escuchar su grito la garganta se me cierra. Pero no es algo que me ocurra sólo a mí. Les pasa a todas en el monasterio. Nos pasa a todas. Nadie quiere compartir algo con ella. Dicen que nadie la vio nunca llevarse un pedazo de pan a la boca, que por eso está maldita, que vive del espíritu...

Es hermoso este sol de invierno. A veces vengo acá para recordar la belleza que Dios nos legó. La tierra aquí es un poco árida, se nota por el follaje de estos pobres árboles. Pero aún en esta pobreza esta tierra es maravillosa. No es bueno que una religiosa se pasee sola por las afueras del monasterio. Las labores a puertas cerradas son las más adecuadas. Pero sin este sol yo no sería capaz de orar.

Había estado recogiendo manzanas en el jardín. Entré en la cocina para llevárselas a la cocinera. Entré sin hacer ruido porque no es propio de religiosas el hacerse notar. Entonces la vi, chupando de los cuencos sucios del desayuno. Sobras. Se alimenta de las sobras que otros dejan. Qué locura. Se me cayó la cesta de las manos. Las manzanas rodaron como pequeñas cabezas rojas hasta sus pies. Ella clavó su mirada desafiante sobre mí. Esa mirada me enfureció. En un segundo perdí la razón y la salpiqué con agua sucia de los trastos. Luego me santigüé. Ella se rió. Su risa subía como las lenguas de un fuego sobre un madero recién encendido. Me asusté pero me contuve. Con manos temblorosas recogí las manzanas y las volví a colocar en la cesta. No es más que una mendiga. Come de lo que otros tiran. Se viste con lo que otros deshechan. Su hábito está tan ajado que no parece una religiosa. Una idiota, una salé, eso es lo que es.


Hay algo de ella que me atrae y me repugna a la vez. ¿Por qué la salpiqué? Esa mirada. No hay maldad allí. ¿Por qué ese arrebato, ese querer lastimarla? Es absurdo. Yo no soy así. Es su culpa. Es su culpa que la odien. Rehuye todo contacto con cualquier religiosa. ¿Nos tiene miedo? Hablé de esto con una de las hermanas. Se rió. Usted es nueva aquí, tenga cuidado, dijo. Y se llevó el dedo índice y mayor a la cabeza. Creo que le temen un poco y no quieren admitirlo. Por eso la maldicen, la injurian. Yo misma la maldigo también. Y, sin embargo, su mirada parece decirnos algo. Desprecio. ¿Por qué nos desprecia? Somos nosotras quienes la despreciamos. Eso es pecado. Despreciar. Ve algo que nosotras no podemos ver. Eso me horroriza. ¿Qué es lo que no puedo ver? No nos es dado el poder de ver ni de preguntar aquí. Eso es lo correcto. Pero ya estoy devariando. Mis oraciones jamás llegaran a buen puerto si sigo pensando en su mirada.


Un cántaro roto, una vasija hueca. Eso es lo que ella es. Allí nunca habrá agua. ¿Por qué entonces pensar en ella? Temo que mis oraciones jamás lleguen a buen puerto. Quiero servir a Dios.


El jardín del monasterio es muy bonito. Todo lo que hay allí lo plantaron las hermanas con esfuerzo y trabajo. Me gusta caminar por allí. Hay una extraña senda donde plantaron flores y pusieron piedras conmemorativas. Es un lugar pequeño y resguardado, ideal para el regocijo espiritual. Noté que un insecto se posaba en mi mano. Lo maté. No era bonito. Era un insecto nauseabundo. Después me arrepentí. Debemos amar a todas las criaturas. Aunque sean nauseabundas.


Sucedió algo inesperado. Un hombre santo, un anacoreta, había venido especialmente. Nos puso a todas en hilera. Qué humillación. Un varón en la casa de Dios. Un varón viejo, sí, de eso no cabía duda. Ilustre también, claro. Pero un varón al fin y al cabo. Ilustre porque era varón. ¿O acaso a nosotras nos es dado leer, escribir? Amar a Dios, eso sí podemos. Y este varón, este santo varón anacoreta empezó a injuriarnos. Falta una, falta una, reclamaba. Yo pensaba quién puede faltar, estamos todas acá, en fila, qué pretende este hombre. Falta una, gritaba. Estaba enfurecido. No es algo que diga la historia, claro. No es algo que aparezca en un libro. Un hombrecito santo y enfurecido no es algo que un escriba vaya a dejar por escrito. Faltaba la salé, claro está. Faltaba ella. Nadie decía nada pero a mí se me ocurrió hablar. Todas me miraron, enfurecidas. Hay una, señor. ¿Una? Sí, señor, siempre está en la cocina, usa un pañuelo sucio en la cabeza, usted no querrá verla. ¡Todas, dije!, exclamó el hombre, ¡quiero verlas a todas! Qué repugnante situación. Este hombrecito gritando así y la salé en la cocina escarbando migajas. La fueron a buscar y ella se negaba a entrar a la habitación. La sujetaron con fuerza, hay que ver lo fuertes que son algunas de las hermanas. La trajeron a empujones al gran salón. La salé gritaba y gritaba. Otra vez ese grito, el escozor en la piel fría. Pero, entonces, sucedió lo inexplicable. El hombrecito se hincó de rodillas ante la loca y empezó a murmurar bendíceme Amma, bendíceme, madre. Todas creímos que se había vuelto loco. ¿Qué hace, buen señor? ¡Pero si no es más que una idiota, una salé! Él nos fulminó con la mirada. ¡Ignorantes! ¡Son todas unas ignorantes! ¡Mujeres idiotas! ¡Ella es nuestra Amma! ¡Nuestra madre! ¡Ninguna de ustedes le llega ni a los tobillos! Todas calleron sobre sus rodillas y al unísono comenzaron a lloriquear horribles pecados que habían cometido contra la idiota. Era como para volverse loca ahí mismo. Todas lloraban y se arrancaban las capuchas de las cabezas dejando ver sus relucientes calvas. Ella sonreía beatíficamente con su pañuelo en la cabeza y los pelos desgreñados. Hizo como que nos bendecía a todos y se marchó para siempre de la habitación.


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