2/11/05

Winifreda I

Yo quería escribir ese viaje y no lo hice. No lo hice porque no tenía papel ni lápiz ni nada. Tampoco tenía blog. Y ahora han pasado casi dos años y todo queda librado a la imaginación y a algunas fotos que sacamos en la estación de tren abandonada y en las callecitas empedradas. Un pueblo que se cuenta. "Un pueblo que cuenta su historia": así decía el librito. Un tal José Homero Santos hace un racconto del pueblo pero por más que busco no están tus huellas. No hay Ramos Generales, ni los Birstok, ni Catalina. En un acta del colegio encuentro el nombre de Elisa grabado en tinta negra. Un nombre entre tantos otros. Un anciano de noventa años cree recordar -en la nebulosa de su memoria gastada- que le vendía verduras verdes a un hombrecito bajo y retacón. Ese era tu padre. Pelirrojo. Judío. Nadie quiere recordar a los judíos. Este pueblo se ha empeñado en borrarlos. Y lo ha logrado.
El hotel sigue allí, en la misma esquina, habitado por un hombre solo y enfermo que no trabaja ni ha trabajado nunca. Porque lee libros y quien lee libros no trabaja. Está condenado.
Sus manos son finas y están libres de astillas y rasguños.
No trabaja.
Sus manos son un tibio bálsamo para la caricia.
No trabaja.
Salimos de aquel cuarto inundado de moscas. Ese hombre debe estar muerto ahora.
Las moscas eran una premonición.