8/12/10

Por el mismo camino

Las ventanas del departamento estaban cubiertas por cortinas romanas. Por detrás, una oscura capa de noche lo protegía todo, si es que de algo había que proteger al increíble santuario color borravino que Clara había logrado diseñar en tan poco tiempo. Los sillones, en su justa proporción, albergaban cuerpos sonrientes enfundados en atuendos brillantes, dispuestos a la ingesta de bebidas y diversión. Alguien pidió más hielo para su whisky y se lo sirvieron rápidamente. El tintinear de las copas y la conversación superflua eran la única música que Clara quería oir durante esa velada.
La noche ascendía por las ventanas y se incrustaba en los veladores chinos y en el alto florero de vidrio cuyo contenido eran tres calas perfectamente colocadas. Todo ostentaba una realidad irrealmente maravillosa con luces color naranja y contrastaba con una perra flaca y alargada que olisqueaba los fiambres, el queso y las aceitunas, todo dispuesto de manera prolija en unos cuenquitos de madera.
-Parece mentira que te mudaste hace dos días, Clara. Esto está impecable.
Clara lo sabía y se mordió el labio inferior como señal de que todo aquello le había costado una barbaridad. Unos meses atrás, el lugar estaba inhabitable. Nadie hubiera dado dos pesos por vivir allí. Clara lo había transformado en un recinto apaciguador que invitaba al placer y la calma, dos cualidades que no siempre van de la mano.
-¡Tara!
La perra se había abalanzado sobre uno de los cuenquitos y aunque resultara un milagro que no lo hubiera hecho antes, la mano de Clara rozó apenas la cabeza del animal en señal de desaprobación. Pidió perdón al hombre que había intentado manotear un pedazo de jamón crudo y le ofreció a cambio un pan untado en la pasta de atún que solía preparar para esas ocasiones. El hombre la miró extrañado y Clara sintió que nunca nadie la había mirado de esa forma. Se percató de que no lo conocía y eso la perturbó aún más. ¿Habría venido con alguien? Nadie le había avisado nada.
-No te preocupes, me viene bien no comer jamón crudo. La pasta de atún me parece una gran idea -dijo él dedicándole una sonrisa que ostentaba una hilera de dientes blancos. Clara no pudo evitar observar que tenía el incisivo izquierdo levemente hacia adentro. Gajes del oficio, pensó, pero no era momento adecuado para ponerse a pensar en incisivos.
-La pobre perra está muy confundida desde la mudanza -se disculpó ella mientras untaba un pan saborizado con una pasta de berenjenas. -Ay, me equivoqué, le puse la de berenjenas.
-Está perfecto -la tranquilizó él.
Le contó que había venido con Marito. Marito era su amigo gay, separado recientemente de una pareja con la que había tenido problemas de violencia. Clara lo había acompañado mucho en el proceso de la separación, incluso Marito había llegado a dormir varios días en el sofá de la casa anterior. Una leve decepción se apoderó de ella. Debía ser gay. Una pena por esa hermosa hilera de dientes blancos que ya no saborearía. Tamaño pensamiento la hizo sonreir. Nunca se había sentido tan atrevida.
-¡Clara! Te presento a David. David, bueno, ella es Clara. Veo que ya se conocieron.-Marito estaba feliz, se había tomado un par de copas y el alcohol se le había subido un poco a su cabeza pelada.
-Tara nos presentó.
Marito acarició el lomo acaramelado de la perra. -¡Esta Tara! ¿Hace cuánto la tenes, Clari?
-Diez años.
Tara había aparecido un día de mucho calor en la galería de su antigua casa. Ella y Leandro le habían dado agua, algo de comida. Leandro al principio había puesto objeciones, como siempre lo hacía cuando se trataba de lidiar con imprevistos. No le gustaban los imprevistos y Tara había aparecido en sus vidas como una interrupción cargada de pulgas y excrementos. Clara, en cambio, la había adoptado desde el primer momento en que la perra le había lamido la mano.
Con Leandro no habían tenido hijos. Había sido una decisión conjunta. A ninguno de los dos le agradaba la idea de cuidar de un bebé. A ambos les gustaba viajar, trabajar y ser independientes. Habían llevado su relación como dos caminos paralelos que nunca se tocan pero que están relativamente cerca. Hasta que uno de esos caminos se había alejado.
-David acaba de llegar de París -continuó diciendo Marito mientras se dejaba caer de forma poco decorosa en una silla thonet de madera clara.
Clara sonrió pensando en el año que había pasado en París cuando era tan sólo una adolescente introvertida y vivía siguiendo los pasos de su padre diplomático. Ese año lo había invertido en conocer cada una de las salas del Louvre. Con un pase de estudiante se había internado tardes enteras en salas repletas de pinturas, estatuas, objetos ornamentales y vestidos. Se había conmovido hasta las lágrimas con la sala estrusca y había aprendido a distinguir mueblería del siglo XVIII. Pero luego su padre había conocido a una francesita quince años menor que su madre y se había internado en una aventura escandalosa sumiendo a su madre en una depresión tal que las había obligado a regresar a Buenos Aires y resguardarse en la casa de sus abuelos maternos.
-¿París? Qué lindo... ¿Fuiste por placer?
-No, no, tengo una hermana que vive allá desde hace unos años. Acaba de tener un bebé, un varón. Fui a conocerlo.
-Ah, qué bien... ¿Te gustan los bebés?
-Mucho. Y si es mi sobrino, mucho más.
Él sonrió. Tenía una voz tan agradable. Una voz sólida que daban ganas de quedarse a escuchar lo que fuera, incluso si el tema era el bebé que acababa de parir su hermana. ¿De dónde sacaba sus amigos Marito?
-Clara vivió un par de años en París, ¿no?
-¿En serio?
-En realidad, sólo viví un año.
La conversación se desplegó como un mapa de vías conocidas. Hablaron de la derecha francesa y, luego, de la izquierda francesa. Hablaron del tránsito en París, de la red de subtes que era increíble, del creciente desempleo, del libro de la tal Barbery del cual todo el mundo hablaba pero que a David mucho no le convencía, de la nouvelle cuisine. Marito trajo tres copas de champán y una botella de Pommery. Las burbujas del champán no tardaron en hacer que los ojitos de Clara brillasen de una manera inusualmente bella. David lo notó. También notó que era una mujer joven que se comportaba como si fuera unos años mayor. Eso le dio curiosidad. Clara tenía el pelo rubio pero no ocultaba sus canas sino que parecía que las mostraba con orgullo. Eso le gustó. Debía ser una persona directa.
La conversación fluía tranquila, los invitados iban y venían hasta que comenzaron a retirarse. Las luces de las lámparas fueron apagándose y el tintinear de las copas fue disminuyendo paulatinamente. Incluso Tara se había adormilado en su sillón favorito, un Chesterfield de color negro.
-No me siento bien -dijo Marito.
David y Clara lo miraron.
-Fue por culpa del pomelo.
Nuevas miradas y sonrisas cómplices.
-¿Pomelo? ¿Qué pomelo?
-¡El pommely ese!
Las carcajadas retumbaron tanto que la perra se despertó y sacudió la cabeza desde el sillón.
-Creo que voy a tener que llevarlo -dijo David.
Clara asintió. Se la veía apenada.
-¿Querésss agompañarrnos? -Marito no podía articular muy bien.
Clara aceptó. Entre los dos bajaron a Marito por la escalera y una vez en la calle lo subieron al auto de David. La noche estaba fría y esta vez no había cortinas romanas ni luces anaranjadas que los protegiera. Todo se veía más nítido a la luz de los faroles de la ciudad.
-Glara, Glara, liiinda y bueenna Glaaraa.
Marito emanaba alcohol por todos los poros de su cuerpo.
-No hay muujer más virgen que Glara, David. No hay. No.
Clara lo miró inquisidoramente. Sus ojos parecían dos proyectiles.
-Es maravishosamente virgen. Si me gustaran la mujere... Pero no me gustan, ay.
David manejaba callado. En la oscuridad, Clara comenzó a sentir como los cachetes se le iban poniendo rojos hasta estallar.
-Es que no es tu culpa, amorrrcito, no es tu culpa, sólo que deberías ser menosss... menosss... ¡Glara!
David dobló por una calle y estacionó frente a un edificio. Bajaron a Marito y entre los dos buscaron las llaves. Marito se reía a carcajadas. Por fin dieron con las llaves y lograron hacerlo entrar. Marito pareció despertarse de los efectos del Pommery.
-Ay, la cabeza.
-Sí, lo mejor es que te vayas a dormir, eh.
Esperaron a que entrara al ascensor y marcara el número de su piso. Lo último que vieron de él fue su brazo que los saludaba como dándoles una bendición. David estaba tentado y Clara seguía roja de vergüenza.
-¿Te llevo a tu casa?
-Por favor.
El viaje de vuelta lo hicieron juntos y por el mismo camino.